jueves, 2 de octubre de 2008
Insomnio
No podía dormir, de modo que me dispuse a contar ovejas. Una dos tres cuatro cinco, las ovejas comenzaron a brotar de la nada y a ocupar su espacio en el corral muy cerca del granero. Yo las miraba desde arriba; era de noche, noche de luna llena. De pronto, exactamente luego de la séptima oveja, surgió un cerdito. Pequeño, simpático, rosado era el cerdito, como el de aquel film Babe. Qué hacer con el cerdito, me dije. Y para no mezclarlo con las ovejas lo coloqué en un nuevo corral. Ocho nueve diez, siguieron las ovejas saliendo de la nada y cada tanto —o mejor dicho puntualmente cada siete ovejas— un nuevo cerdito. Ya tenía tres cerditos, me acuerdo bien, y veinticinco ovejas, cuando apareció una cabra. Miré a la cabra con recelo y al fin la ubiqué en un nuevo corral, un poco alarmada a estas alturas —no la cabra sino yo— por las complicaciones de las que se iría tiñiendo sin remedio mi futuro cercano si seguían cayendo nuevas especies animales en el centro cada vez más desesperante de aquella noche en vela. Y de pronto, sobre el techo del granero vi agazaparse con toda claridad una pantera negra, colérica y deslumbrante. Entonces corrales, cabra, cerditos y ovejas retrocedieron de inmediato, y la mano enorme y enguantada de la oscuridad se descargó implacable sobre mi conciencia.
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